lunes, 29 de agosto de 2011

MEMORIAS DE UN VIGILANTE (Fray Mocho)

MEMORIA DE UN VIGILANTE fue escrito por José Sixto Álvarez (n.Gualeguaychu- † Buenos Aires 1903) en el año 1897 bajo el seudónimo de Fabio Carrizo y popularizado bajo el de FRAY MOCHO. Este escritor y periodista argentino fue autor de de varios relatos costumbristas y de época con una impronta humorística.
Escribió en varios periódicos como El Nacional, La Pampa, La Patria Argentina, La Razón; en revistas: Fray Gerundio (de corta vida), El Ateneo, La Colmena Artística, pero su participación más significativa la tiene como fundador de la revista Caras y Caretas
Escribió sobre la vida en Buenos Aires de fines del 1800 y entre sus títulos se destacan: Esmeraldas, Cuentos Mundanos, La vida de los ladrones célebres de Buenos Aires y sus maneras de robar, Memorias de un Vigilante
MEMORIAS DE UN VIGILANTE es un título en donde narra brevemente su llegada a la ciudad de Buenos Aires , el choque cultural que tiene con la gran urbe y su carrera como policía de la Capital. En sus relatos describe tipos y características de los modos de robar. Memorias de un vigilante se presenta adicionalmente como un catálogo.
En 1886 fue designado comisario de pesquisas de la Policía de la Capital, inspirándose en su experiencia para armar estos relatos sin parangón. Algo importante para destacar es el desarrollo su tarea ya pedido del jefe de policía, Álvarez recopiló una serie de retratos” de ladrones que habían sido detenidos entre 1880 y 1887 distribuyéndose en dos tomos y por todas las comisarías de Buenos Aires la denominada Galería de ladrones de la capital (1880-1887), conformados por una serie de fotografías acompañadas por los datos correspondientes a cada una de las personas consideradas delincuentes, referencia a los delitos cometidos o sospecha de delitos, pasaje de los individuos por las instituciones por otras causas no penales, posibles juicios, fechas y otras señas particulares, convirtiéndose de alguna manera en el precursor del llamado MODUS OPERANDI.-
Para aprovechar una lectura diferente y sin desperdicio, seguidamente algunos textos de su autoría, los cuales están ligados a la función policial de antes y que encajan en cualquier calle de nuestra ciudad.


ELLAS
El complemento del pillo es la mujer.
¡Cómo saben educarla para el fin que la necesitan, con qué egoísmo judaico explotan los tesoros de su cariño inagotable, cómo la sugestionan y la envilecen, haciéndole perder, o ya el miedo para acompañarlos en sus empresas tortuosas sino la noción elemental del bien y del mal, llegando ellas, en su obsesión por el hombre que las martiriza y las deprime, hasta a creerlo un dechado de virtudes, un ejemplo de honorabilidad, una víctima desgraciada de las injusticias sociales!
¡Cuántos poemas de ternura y de amor tienen por teatro diariamente los calabozos!
¡He visto madres que no sólo abandonan las comodidades que un hijo honorable puede proporcionarles, sino que hasta cubren de vergüenza su nombre por disimular las bajezas de uno de estos canallas que ha rodado al abismo y que les paga sus sacrificios imponiéndoles cada día otros mayores!
He visto mujeres hambrientas, casi desnudas, vender, no ya su cuerpo si algo valiera, sino lo más indispensable para su subsistencia, a fin de llevar cigarrillos o bebidas a sus maridos que, cuando están fuera de la cárcel, dilapidan con otras de mala vida el dinero que pueden atrapar, y a ellas les compensan su abnegación con caricias que dejan sobre sus cuerpos indelebles cicatrices que no se borran jamás.
¡Son las madres, son las mujeres, son esas pobres mártires que arrastran su cruz a través del mundo—las minas, como ellos les llaman—las que les sirven de escudo contra los golpes de la suerte!
Pueden abandonarlos sus amigos, sus cómplices, los empresarios, por cuenta de quienes emprendieron un trabajo, pero ellas no les faltarán y, sacando fuerza de flaqueza, removerán con sus débiles brazos el mundo entero a fin de hacerles más llevadera su desgracia.
Ellas, las mártires de los días de luz, serán el rayo de sol de los días de sombra.
¡Luego, tras de la fila de mártires, de las que son escudo simplemente, viene la interminable de las que no son sólo escudo, sino también garra. Son éstas las que forman la temible falange de espías, de correos, de negociadoras de los robos, de ocultadoras y, luego, en los días negros, las que servirán de agentes para corromper a la justicia, usando el dinero, si el hombre que necesitan es afecto a él; halagando su lujuria, su gula o cualquiera de los pecados capitales que prime en su espíritu; amenazando su tranquilidad si es un timorato, o insinuándose pérfidamente en su corazón, si es un alma fuerte y vigorosa!
¡Ellas podrán no saber leer ni escribir, podrán ignorar las sutilezas del espíritu y aun hasta la existencia de la palabra psicología, pero nadie las sobrepasará en el arte difícil de conocer una flaqueza humana y de saber aprovechar y explotar su conocimiento!


ELLOS
Entre reos lunfardos hay cinco grandes familias: los punguistas, o limpiabolsillos; los escruchantes, o abridores de puertas; los que dan la caramayolí[79] o la biaba[80], o sea los asaltantes; los que cuentan el cuento, o hacen el scruscho, vulgarmente llamados estafadores, y, finalmente, los que reúnen en su honorable persona las habilidades de cada especie: estos estuches son conocidos por de las cuatro armas.
Más vale toparse con el diablo que con uno de estos príncipes de la uña, de los cuales Buenos Aires cuenta más de un ejemplar.
Ellos son, generalmente, los que educan y forman los muchachos, esmerándose en aquellos que revelan mejores facultades: son los que dirigen los golpes de importancia; los que dan el cebo, o sea el dinero necesario para realizar el robo, que hasta para eso se precisa plata, dada la situación a que ha llegado el mundo; en fin, son los grandes dignatarios de su orden.
Cada especie tiene su fisonomía especial, sus costumbres propias y su manera de ejecutar un trabajo, por más que todas tengan siempre un punto de contacto, menos el punguista, que es siempre el empresario de sí mismo.


EL CAMPANA
El punto de contacto es el campana, es decir, el que busca la casa o el hombre fácil de robar, el que estudia el medio de efectuarlo, el que está en relaciones con los que cambian lo robado por dinero: la providencia en forma de hombre.
Bien considerado, estos campanas son los verdaderos ladrones; los que efectúan el robo son solamente sus instrumentos.
Jamás se comprometen en nada, y es difícil que la policía los descubra. Adoptan todo el aire de gentes honradas, trabajan, tienen oficio, profesión o industria conocida: son sirvientes, mozos de hotel, changadores, comerciantes, rentistas y hasta pueden inspirar confianza y ser honorables, mientras no haya posibilidad de tirar la piedra y esconder la mano.
¡Cuántas veces están protestando honradez y tienen entre los dedos el pedazo de masilla o cera con que al menor descuido, moldearán una llave!
¡Cuántas veces están jurando adhesión a sus patrones y ya tienen oculto dentro de un mueble al amigo que va a dar el golpe! ¡Y luego son los más empeñosos en llamar a la policía y darle cuenta del hecho, suministran datos y noticias, sospechan que al ladrón lo han visto rondando la casa y que es de este porte y del otro!
¡Cuántos de ellos han acompañado en sus investigaciones a un comisario y lo han extraviado con sus mentiras, y cuántos también han sido imprudentes y han ido a pagarlo en la Penitenciaría!
¡El campana presta servicios a los ladrones, pero que digan éstos lo que les cuesta: siempre se lleva él lo mejor del toco, o sea del monto de lo atrapado!
¡Sus comisiones son algo de fabuloso!
Sin embargo, el negocio tiene sus contras. Veces hay que ha hecho efectuar un robo valioso, y cuando va a retirar su parte se encuentra con una puñalada o con que, sencillamente, le dicen que no sea zonzo, y se le alzan con el santo y la limosna, acción que se llama dar el rostro.
Al campana robado le queda aún como arma la delación y la usa como venganza; si los ladrones son tomados, éstos no dejan de envolverlo en sus declaraciones, y se hunde con ellos, y si no lo son, se ve libre y queda aguardando una oportunidad de hacerles caer en las garras del gallo policial: este es el origen verdadero de más de una pesquisa curiosa que ha servido para bombo a algún inútil.
¡Venganzas de campana, o como quien dice, puñaladas por la espalda!
Y los ladrones saben lo que vale un buen campana. Una vez me dijo uno, habiéndole yo preguntado que "a qué se dedicaba por ahora".
—¡Vea, señor, tengo un campana que ni de oro..., y trabajo de católico!
—¿De católico?
—Sí, señor...; es decir, ando con el asunto de las limosnas para el hospital..., ¡y al que me cree lo ensarto!


EL ARTE ES SUBLIME
El punguista—como en lenguaje de ladrones se llaman los pick-pockets, o sea, hablando en español, los limpiadores de bolsillos—es el más artista de todos los ladrones, y mira con cierto desdén a sus congéneres, a los cuales desprecia soberanamente..., tanto como puede despreciarlos un hombre honrado.
Para él, robar un reloj, una cartera, un rollo de dinero o cualquier otra cosa de valor que una persona pueda llevar sobre sí, no es un delito, sino un trabajo de arte, una hazaña.
Es por eso que se le ve tan tranquilo, tan seguro de sí mismo, meterle a cualquiera la mano en el bolsillo y sustraerle lo que guarda: su único dolor es ser sentido por su víctima, o tomado infraganti por la policía a causa de su poca habilidad.
Esto lo desespera, pues le desbarranca su fama, ataca su crédito.
La gloria de un punguista es serlo y que nadie pueda probárselo: su orgullo es poder decir en la policía:
—¡Busque, señor, en los libros!... ¡Yo no tengo ninguna condena! ¡Gracias a Dios, no soy ladrón!
Y luego, su frase la repite con aire modesto a cuanto individuo investido de autoridad encuentra a mano, pegándole a modo de coeficiente: "así le dije el otro día al señor don Fulano".
Tiene por teatro la calle y los parajes donde ocasional o habitualmente hay aglomeración de gente.
Con frecuencia se le oye decir: yo trabajo en el Banco tal, en la estación cual, en el papel sellado, en el correo, en el tramway, en el cementerio, en la plaza, en el remate, dondequiera que haya codazos y apretones.
Para el trabajo jamás va solo: lleva dos o tres ayudantes, según la necesidad.
Estos ayudantes, que son, por lo general, practicantes-asociados, tienen por misión formar la cadena, es decir, estacionarse detrás del artista, de tal modo que, efectuado el hurto, lo hurtado se encuentra a salvo con la rapidez del rayo, pasando de mano en mano.
Si el golpe es desgraciado y el practicante no puede huir, deja caer lo hurtado, lo echa en el bolsillo de cualquiera de los presentes, en fin, se deshace como puede del cuerpo del delito, y trata de evitarse una condena o ahorrarle un mal rato a su asociado.
Un comandante del ejército—cuento al caso—se hallaba una noche en su casa, y al ir a sacar su pañuelo, rueda sobre la alfombra un magnífico reloj de oro, con un monograma en la tapa. Lo recoge y se echa a cavilar sobre cómo había venido a su poder.
—¡Y no daba en bola!
Al día siguiente lee en un diario una noticia que decía:
RELOJ ROBADO.—Hallábase ayer en el remate de Constela el señor X. X., y de repente notó que le sacaban su reloj, y que la mano que lo llevaba pertenecía al vecino que tenía a la derecha. Lo hizo conducir a la comisaría 2ª y resultó ser, el tal vecino, nada menos que Ángel Artirel (a) Minga-Minga. El reloj no ha sido encontrado.
El comandante se dio un golpe en la frente, recordando que se había hallado en lo de Constela durante el incidente; pero no atinaba a dar en cómo el reloj había llegado a su bolsillo.
A que le esclareciesen el punto y a devolver la prenda fue a la comisaría 2ª.
El comisario oyó toda la relación y luego le preguntó si recordaba qué vecinos había tenido durante su estada en la casa de remates.
—¡No me fijé, señor!
—¡Pues bien, uno de ellos era cómplice del ladrón, y temiendo ser descubierto ocultó en usted lo que podía comprometerlo!
El comandante ha jurado, desde entonces, usar sacos sin bolsillos.
Otro cuento, ya que en tal terreno he pisado.
Uno de estos practicantes fue sorprendido una vez con un reloj en la mano, en momentos que iba a pasarlo, y no bien vio que lo habían sorprendido, se echó a gritar:
—¿De quién es este reloj? ¿De quién es este reloj? No le valió la artimaña, y fue preso. El juez tuvo que absolverlo, pues se encerró en esta declaración:
—Yo encontré el reloj, señor, y lo levanté; no ha habido más. Tengo malos antecedentes, es cierto, pero eso no hace al caso..., ¡el decir adiós no es dirse![81]
¡Estos practicantes llegan a ser unos doctores que dan miedo, y no pasa mucho tiempo sin que den vuelta y raya a su maestro!
El punguista, cuando camina, jamás lo hace llevando al lado a sus compañeros.
Éstos marchan escalonados a retaguardia, a fin de poder, al menor asomo de un empleado de policía que los descubra, hacerse entre sí los perfectamente desconocidos.
Si suben a un tramway tratan de rodear a la persona que han elegido por víctima, y allí son los empujones por el menor motivo, los codazos, los pisotones, con el objeto de distraer al desgraciado candidato y facilitar la obra del artista.
Éste está en acecho, espiando todas las oportunidades, y a la primera que se presenta, ¡zas!, se apodera del objeto deseado, que desaparece como por arte de magia.
Para dar el golpe, el punguista tiene siempre sus dedos índice y medio prontos para la acción, y los introduce en el bolsillo ajeno con una suavidad incomparable.
Cuando es necesario interceptar la vista de alguien, ahí se encuentra el practicante, que hará de nube, o si no el brazo que no va a operar y que se baja o se levanta a la altura necesaria.
Hay punguistas que son muy hábiles en esta maniobra, que se llama esparo, y que es reputada como uno de los escollos del arte.
Cuando dos o tres habilidosos se reúnen y se complementan, las joyas van a ellos como el acero atraído por el imán.
Jamás se reúne con los que no son de su arte, a no ser cuando entra por el aro del diablo, con tal de hacer plata.
De lo contrario evita compañías, y dice:
—¡Los amigos cantan (descubren) y no sirven sino para hacerlo embrocar (conocer) a uno!
Cuando ya son muy conocidos en sus mañas, y no pueden trabajar, se dedican a schacar escabios, es decir, a robar a borrachos.
Este es el atorrantismo, la vejez miserable del arte: son los arrestos frecuentes, los días sin comida, las condenas por cincuenta centavos.
Sin embargo, un punguista podrá robar, jugar y poseer todos los vicios, pero nunca se embriagará ni llevará vida de perro.
Mira el mundo a través de los placeres que no embrutecen, y vive lo mejor que puede.
Un día dije a uno de ellos que hablaba conmigo, en el café de Cassoulet, esquina Viamonte y Suipacha, un centro de pillos:
—¿Y tú no bebes?... ¡Pide un gin!
—¡Yo!... ¡Qué esperanza!... ¡El alcohol afloja la lengua y entorpece la mano!

PARA LA PROXIMA OTROS MAS...........

No hay comentarios:

Publicar un comentario